Un carbonero de toda la vida

Ha llegado a las 6 de la mañana a lomo de un joven burro desde su casa, ubicada en Santa Lucía, “en la lomita que queda entre Nuevo Portoviejo y la ciudadela Fátima, allí vivo”.

El hombre, de 71 años, luce tal cual como si fuera un trabajador del campo: sombrero de paja de ala ancha, machete afilado al cinto y un cuerpo del que fácil se intuye que fue forjado en duras faenas.
“Tengo casi toda mi vida trabajando en esto, desde los 9 años, ayudando a mi papá (Francisco Macías). Saque la cuenta usted mismo”, dice don Modesto al pie de cuatro sacas de carbón que recientemente ha llenado y aún están tibias.
A pocos metros de un techo tiznado, una ruma de troncos espera convertirse en materia útil en manos de don Modesto.
“Son de algarrobo, los compro por lotes y luego los hago aserrar a 50 dólares el día. No es mucho lo que se gana, pero de todas maneras, se trabaja”, comenta el hombre en tanto su burro sacude ligeramente las orejas como si quisiera oír mejor de qué se está hablando.
Se trata de un ejemplar que reemplazó a otro que acompañó 40 años a don Modesto en el traslado de la madera carbonizada.
“Es poco lo que se hace aquí, apenas cuatro sacas cada tres días”. De las palabras del maestro carbonero se desprende un desánimo porque el tiempo no está bueno y lo que se hace es solo para gastos básicos.
Pese a eso, el carbón está allí, ardiendo bajo un montículo de paja del páramo o césped, calladito, con el humo sobrevolando el área en señal de que el proceso continúa su marcha.
Don Modesto lo explica a su manera, no tan didácticamente, pues tiene afán por llegar a casa y vender lo que ha tardado tres días en preparar.
“Lo primero que hay que hacer es como una casita, a la que se le deja un hueco para por allí encender la madera. Cuando prende, se le echa el monte, tierra -cisco de carbón-, se le acoteja unos troncos y se deja allí por tres días. En verdad lo que carboniza la madera es el humo”, señala.
Son las 10h30 y con algo de esfuerzo, el carbonero de toda la vida alza en brazos las sacas de carbón tibio y los va ubicando sobre la espalda del borrico, siempre dejando un espacio para él. Al final, con la ayuda de una vieja silla se sube al animal y este, con su bitácora de la rutina entre ceja y ceja, ya sabe adónde ir.
EL DIARIO